Desde hace algunas semanas, con paciencia y devoción de escriba que plasma en el lienzo la última versión de las sagradas escrituras, estoy ordenando los libros de mi biblioteca.
Clasificar y decidir la ubicación de pequeñas y grandes publicaciones me llevó a revisar viejos libros a los que no acudía desde hace años. Mientras restituía portadas solitarias encontré anotaciones, separadores, notas amarillentas con ideas, versos y citas que me trajeron nobles recuerdos, anécdotas o pasajes de mi vida, reencuentros con mis autores preferidos, alegrías por esta inesperada cita.
Me di cuenta de que la biblioteca forma la ruta de mi pensamiento. Mis certezas de lo que existe y lo que amo de la palabra escrita caben en un muro de mi casa.
Con cuánta delectación coloqué los libros de Jorge Luis Borges junto a los de su amigo Adolfo Bioy Casares, y después, Los caballos de Abdera, de Leopoldo Lugones. Dejé solo, como en un valle de privilegiado acceso, a Julio Cortázar, al frente de cuya obra coloqué una pequeña edición de “El perseguidor”.
Tracé la hermandad secreta de Sir Arthur Conan Doyle y Pablo de Santis; volví amigos a Paco Ignacio Taibo II y Rafael Ramírez Heredia, ambos autores de inolvidables relatos policiacos; agradecí tener de vuelta “Happy end”, de Vázquez Montalbán, por el que tanto caminé de librería en librería hasta encontrarlo, allá en República de Argentina…
Casi sin notarlo, empecé a leer otra vez varios libros. Releí la impresionante vida del escritor rumano Panait Istrati, escrita por su amigo y traductor al español Pere Foix, y los soberbios relatos de El pescador de esponjas; una de estas noches comencé La vida de las abejas, de Maeterlinck; me urge empezar a leer la biografía de Tiberio, escrita por Gregorio Marañón…
Este fin de semana comenzaré con la poesía. No quiero terminar nunca.
H O R M I G A S 